En algún lugar de América, existió una vez un mono ladrón, al que no le faltaban escrúpulos para realizar sus fechorías y que, para bien o para mal, siempre lograba escapar con las manos llenas. Fue así como colmo su casa con bienes y alimento mal habidos, con los cuales se daba vida de reyes a sí mismo y a su hijo. Sin embargo, debido a lo arriesgada profesión, se esforzaba arduamente para que el monito no se enterara de lo que hacia.
Cierto día, tras regresar a casa con cuantioso botín, se sorprendió al ver que su hijo no se encontraba. Segundos después, el ruido de unos bultos cayendo por el suelo hizo que él mirara hacia atrás: era su pequeño, que había venido de realizar otro robo. Pero lejos de sentirse orgulloso, el mono padre le reclamó a su vástago.
- ¡¿Qué se supone que has hecho?! ¡¿Tanto que me esmero en pagarte la escuela y tú no aprendes nada provechoso?!
A lo que el monito respondió, tratando de mantener la compostura y cierto orgullo.
Papi, hace rato que todo el mundo habla del hábil ladrón que merodea la selva y desaparece como fantasma. Luego, un día, descubrí que se trataba de ti, y desde entonces procuro imitarte lo mejor que puedo.
Su padre reviso sus abultadas alforjas y vio que contenían objetos demasiados valiosos como para que alguien se resignara a perderlos; el riesgo de ser atrapados era altísimo.
- ¡¿De donde se supone que robaste esto?!7
- De la cueva del jaguar.
- ¿Y tuviste cuidado de que no te siguieran?
- El joven quedo dubitativo.
- Pues... no.
El mono se llevo las manos a la cara: como jamás se molesto en enseñarle los gajes de su profesión, sabía lo que les esperaba.
Al final, el jaguar, rey de la selva americana, dicto su sentencia: el joven mono dejaría de estar en custodia de su padre para ser educado por una mejor familia; si pasaba cierto tiempo y reincidía, sería condenado a las mazmorras de la tierra. En cambio, su padre, el gran ladrón del reino, se le aplicó la máxima ley de la selva: ser devorado por el soberano.
¡Muy bueno! y con mensaje...
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