El profesor Snape conducía, como siempre lo hace, la clase de pociones: tenía a todos/as los alumnos/as aterrorizados con su manera de enseñar. Ese día tocaba usar la varita mágica para que una poción muy espesa se volviera fluorescente. Con cierto temor, Ronald Weasley tocó el viscoso líquido con la punta de la varita.
Lo siguiente que paso fue una poderosa explosión térmica, de esas que ves en las películas de acción. Cuando la humareda se disipo, el salón de Snape era un mágico desastre: los utensilios del laboratorio tenían piernas y corrían por todas partes; la cabeza de Hermione era la misma que una jirafa; Neville Longbottom estaba convertido en un troll, tan grande que había abierto un agujero en el techo; Harry estaba hecho una bola de grasa color verde, con el rostro incrustado en su superficie y un montón de protuberancias que parecían espinillas con pus de verde más oscuro... un largo etcétera. Lo último que mencioné hubiera vuelto feliz a Snape, si no fuera porque su laboratorio quedo peor que cualquier basurero muggle.
- ¡¡Diez mil puntos menos para Gryffindor!! Señor Weasley, ¿qué le paso a su varita mágica? No me diga que es la varita reciclada de Olivanders que heredó de sus hermanos.
- ¡¡Gulp!! No señor, mejor dicho, esto me pasa por usar una varita falsificada de Olivanders.
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