viernes, 9 de octubre de 2015

Mi amigo el califa



Ahmed, un comerciante bueno y honesto, que estuvo muchos años haciendo negocios por Katay y Cipango (Hoy en día conocidas como China y Japón), recibió la inesperada misiva de un joven y cansado mensajero: su amigo Kahled, ahora califa del imperio musulman, el más poderoso del momento, lo echaba de menos y quería que lo visitara. Si causaba alguna duda entre los guardias del palacio, su nota, escrita a puño y letra, era la credencial de entrada.

Él no pudo creer cómo ocurrió: hasta hace pocos años, Kaled no era más que otro comerciante igual que él y lo más sorprendente de todo es que dedujo, por la forma en que estaba escrita, que él no había perdido su sencillez y su buen corazón.

Tras una azarosa travesía por mar y un árido desierto, llego a la capital, Damasco. Le era evidente la felicidad y prosperidad de sus habitantes: los diversos mercaderes, a pesar de competir ferozmente, vestían como nobles y sus mercancías, relucientes como tesoros, eran codiciadas por compradores/as desesperados/as; habían algunas mujeres que caminaban sin velo y sin ningún acompañante - recordó entonces que su amigo era sufí, la rama mística del islam -, con serenidad y hasta alegría. Tambien vio que transitaban gentes de las más diversas religiones, como budistas, cristianos, hinduistas, jainistas... etc; conviviendo en paz con los musulmanes. Pero lo más importante de todo, era la buena administración de la urbe: como si el propio Mahoma fuera el gobernante.

Al principio se puso nervioso a las puertas del palacio, cuando tuvo que mostrar los pergaminos que lo acreditaban como invitado, ante la mirada inquisitiva de unos intimidantes y bien armados guardias; tras el susto inicial, fue escoltado de forma lenta pero ceremoniosa, hasta los aposentos del califa. Mientras caminaba, noto el imponente y esplendoroso interior del palacio, con algo que lo contrastaba mucho: unos que otros candelabros de bronce colgantes, con velas encendidas, de esas que Kahled solía vender a clientes más pudientes y el olor intenso a incienso - nada fuera de lo común en una persona, cuya rama del islam era de lo más exótica-. Además de eso, no notó ningun otro cambio a la ya de por sí lujosa estructura, dándole a entender que su amigo seguía siendo reacio a ostentar.

Al llegar frente a Kahled, no pudo aguantar la impresión: tenía las barbas blancas como nieve y casi tan largas como cataratas; sus ropas más parecían a un sabio errante pero bien aseado, en lugar de tener puestas las que correspondían con su investidura y por sus manos y la expresión de su rostro, parecía haber envejecido veinte años - ambos tenían casi la misma edad -. Todavía recordaba al Kaled imberbe, juvenil y sarcástico de hace unos años, pero eso se esfumó como las arenas del desierto.

Un caluroso abrazo fue la prueba más contundente de que el fuego de la amistad todavía estaba encendido. Luego, Kaled ordeno a sus guardias que se  retiraran, mientras conversaban en los bellos jardines del palacio. La charla fue tan amena como en los viejos tiempos, excepto por la curiosidad de Ahmed, quien se moría por saber cómo llego hasta donde estaba; no se atrevió a hacer referencia a su obvio estado de envejecimiento prematuro, pues entendía que ser jefe de estado no era una tarea fácil de llevar.

- Veo que te fue muy bien con tus negocios allá en el extremo del mundo; la última vez que nos vimos, no llevabas puesta esas finas ropas de sedas ni tan exóticas alhajas de jade.

- No voy a negarlo; fueron años muy buenos, pero nunca me olvide de ti: hasta antes de que me hicieras llegar el mensaje, pensaba que habías muerto en las múltiples guerras con las tribus turcomanas, hunas, alanas y hasta con el imperio griego - así llamaban los contemporáneos al imperio romano de oriente, que hoy día conocemos como imperio bizantino y que lo único que  quedó de él fue la iglesia ortodoxa griega -. Sin embargo, ahora que regreso a mi tierra, te veo convertido en el hombre más poderoso del mundo: incluso pueblos de diversas naciones y religiones vienen para acá, como si quisieran rendirle tributo a la capital del mundo. Pero me llama más poderosamente la atención que nada de eso te distrae de ser el viejo Kahled.

Kahled hizo un profundo suspiro, luego respondió.

-No sabes lo extraño que me siento y, a veces, dudo que todo esto lo merezca. Veras, cuando comenzaron las guerras contra las tribus nómadas del desierto y los griegos, que querían recuperar estas provincias orientales, que los musulmanes les arrebatamos hace tanto tiempo, los negocios se vinieron abajo. El califa comenzó a cobrar impuestos y racionar los artículos de uso diario para mantener su economía de guerra, dejando al pueblo con hambre y a los comerciantes sin dinero.

- Como no podía seguir ejerciendo de mercader, me emplie de escribano del ejército - en ese tiempo, un escribano era el que censaba constantemente el armamento, los víveres y la cantidad de tropas de las que disponía un ejército, para mantener al día a los generales sobre aquellos datos y en base a ello, armar sus tácticas y estrategias -; logré subsistir por buen tiempo de ese modo, hasta que, las necesidades en el campo de batalla obligaron hasta a tipos como yo a empuñar las armas para sobrevivir. Logramos acabar fácilmente, en cuestión de pocos años, con las tribus nómadas; no fue así de sencillo con el imperio griego, que tiene un ejército regular y buenos recursos. En la batalla definitiva, tuve la buena o mala fortuna de salvar al califa de una muerte segura; aquel acto nos evito una derrota segura y al final vencimos. Pero no todo fue alegría: en aquella batalla, el califa perdio a su primogénito y heredero.

- Como premio por haberle salvado la vida y ayudado a ganar, el califa me nombro su mayordomo, aunque eso no sólo fue por mi buen desempeño en la lucha: tambien había oído de mi fama de escribano bueno y honrado. Pero no creas que fue una vida de ensueño: fui testigo de los últimos pero dramáticos años del soberano, en donde tuvo que lidiar con todo tipo de intrigas palaciegas, en las que estaban involucrados no sólo algunas amantes y esposas, sino tambien sus otros hijos. En más de una ocasión, tuve que hacer uso de mi astucia y buenas artes para salvarlo de ser destronado o un destino peor.

Poco antes de morir, en su lecho de muerte, el califa me nombro su heredero. Me puse reacio, pues era lo último que quería ser en mi vida, tras experimentar todo lo que pase con él. Sin embargo, me convencieron las últimas palabras de su débil pero autoritaria voz.

- No pienses esas tonterías, sé que eres un buen musulman sufí y te lo tomas muy en serio, pero tristemente para ti yo soy un musulman suní y, en mi tradición, solemos escoger al más apto para gobernar. Quizá no estemos de acuerdo en algunas ideas, pero sé que eres el mejor hombre para el trabajo. Veras, en casi todo mi reinado, he estado más ocupado en guerras que en dar buen gobierno a mi gente y ser buen ejemplo de padre y esposo. Apenas tuve tiempo de educar a mi primogénito, que, por cierto, hace años que está muerto y muy esporádicamente me hice cargo de mis esposas, mi haren y mis demás hijos. Estos últimos, animados por mis constantes ausencias y mal acosejados por algunas ambiciosas mujeres, me crearon un montón de problemas, muchos de los cuales tú mismo resolviste. Al final, nos tuvimos que deshacer de tod@s ell@s y, desde entonces, el reino vive con cierto grado de paz, pero pagado a ese precio. Reconozco que no fui el gobernante que Alá esperaba que yo fuera; por eso te pido, que nunca cambies tu agradable forma de ser. La mía, en cambio, me llevo a muchos problemas: si hubiera estado más pendiente, años atrás, de mis problemas fronterizos, me hubiera ahorrado todas estas intrigas que sufrimos y casi causan que hasta los mongoles se apoderaran del imperio. Recuerda Kahled: lo que siembras tú cosechas.

Fue así que seguí reinando, siguiendo su consejo: jamás me olvidé de mi humilde origen y todavía sigo actuando con la rectitud con la que me has conocido. Así será hasta el final de mi reinado y esos son los valores que les inculco a mis hij@s.

Cuando Ahmed le interrogó sobre el extraño grado de libertad de algunas mujeres y de que hasta los no musulmanes pudieran caminar libremente por las calles de Damasco, él respondió.

Ah, las mujeres: ninguna de mis hijas ni mi mujer han tenido que usar el velo en casa, no tengo problema con eso; si alguien me quiere reclamar, aquí está el califa para responder. Tampoco necesitan de un familiar varón para caminar con tranquilidad: nuestros cuerpos de seguridad están muy bien organizados en las ciudades y pueblos. Si te parece extraño que ciertas personas de otras creencias pasen por nuestras calles sin miedo a ser decapitados por eso, recuerda que en mis creencias sufíes podemos ver a Alá en todas partes. Pero mira el resultado de todo este proceso: el imperio está en paz y ni esos reinos de donde vienes les podrían comparar en poder y prosperidad. Si algún día algún musulmán suní o chií, que piense otra cosa, me llegue a suceder, por lo menos sabre que lo que pase después no será problema mío, sea bueno o  malo. Recuerda Ahmed: lo que siembras tú cosechas.


 


2 comentarios:

  1. esta libertad que dejó el califa se ha perdido, pues ni las mujeres ni los hombres están como se refiere el cuento, al menos en la actualidad

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    1. Tristemente sí, pero no es por culpa de la religión; es de quienes interpretan el Coran. Lo he estado leyendo y, aunque no lo he terminado, hasta ahora no me parece peor que la biblia. Es casi como el pentateuco pero un poco menos extricto. Un saludo desde mi universo.

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