domingo, 11 de octubre de 2015

La furia escarlata


El cuerpo del moribundo antisocial daba grandes bocanadas de aire, para aferrarse a la vida; parecía más un condenado dando gritos de piedad a un dios indiferente que al asesino a sangre fría, al que hace un momento abatí en defensa propia.

- Imbécil, te dije que no te resistieras al arresto; era más fácil dejarte esposar que empuñar el arma.

El hombre, balbuceando algunas palabras que no entendía y entre ríos de saliva mezclada con sangre logró, al fin, darme un mensaje.

- Yo sólo seguía sus órdenes; soy tan prescindible como todos/as sus secuaces. Esto me pasa por ser uno más de sus juguetes y ya me cansé - jadea - de seguir siendo un útil inútil. Por eso, como último acto de vida - jadea - , te diré el nombre de la Furia Escarlata.

Más que lástima por su confesión, por dentro me llene de euforia: era el momento que estaba esperando por años; al fin podría arrestar a Furia Escarlata. Pero, como buen policía, debía guardar las apariencias: me mostre compresivo y sereno.

- Entonces habla; le harás justicia a sus muchas víctimas y a ti mismo.

EL hombre hizo un último suspiro, como intentando tragarse todo el aire del planeta. Luego, de manera forzosa, pronunció sus últimas palabras.

- Furia Escarlata es...

En ese instante, un disparo preciso  a su cabeza lo remató. En cuestión de segundos, me di cuenta que el tiro vino de mi dirección. Reaccione con mis reflejos de rayo, pero no fue suficiente; los disparos de un arma mata policías atravesaron mi blindaje como si fuera papel. Apenas distinguí una figura roja, pero sabía quien era: Furia Escarlata.

Aquel espectro se acercó a mí, lenta pero de forma triunfal, hasta donde me encontraba: hundiéndome en un lago de sangre. Como gladiador triunfante en un circo romano, puso su bota sobre mi pecho. Después, dirigio su mirada hacia mi rostro, echo atrás su capucha y se quitó la ridícula máscara, revelando el rostro ovalado de una hermosa mujer con cabellos castaños ondulados, sueltos al viento. Esa última revelación me hirió mucho más que todas las balas que me disparó.

- ¡¡Mónica!!

- ¡¡Manuel!!

- ¿¡Pero por qué?! ¿¡Cómo es posible que seas tú?!

- Porque tú nunca me hubieras aceptado; tú, un hombre recto y decente, que hace valer la ley...

- Pues entonces no me terminaste de conocer; eso nunca me hubiera importado.

- Tal vez te subestimé, pero hice esto porque tú tambien me importabas; no quiero verte sufrir en esta guerra que acabo de desatar. Adiós, Manuel.

Una lágrima suya cayo sobre mi helada mejilla; me sentí cada vez frío y sin vida. Aquella gota era su epitafio, producto de una profunda tristeza que la carcomía por dentro.

Por último, apuntó su pistola fucsia hacia mi cabeza y ese fue el tiro de gracia.


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