viernes, 20 de diciembre de 2013

De cómo me volví Santa Claus (4ta parte)





Bari, 1943

La segunda guerra mundial estaba en su apogeo, y para bien o para mal mis vacaciones en el neutral Méjico fueron interrumpidas por un sueño en el que una joven señora me pedía como santo patrón que rescatara a su hijo, a quien perdió en medio de los bombardeos a la ciudad. Ese día yo conducía el trineo de Odín con el sombrero de charro todavía colgando de mi cuello por medio de una tira y Alberic estaba a mi lado. Íbamos a una altitud muy superior al de los aviones de aquella época para evitar ser detectados sin llegar a desmayarnos, probablemente por ser seres mágicos.

-Interrumpiste nuestras vacaciones en Méjico por un sueño que tuviste

-Era muy vívido Alberic, vi a una mujer joven rezándome con mi nombre de santo para que salvara a su hijo y se lo regresara a salvo

- ¿Cómo fue que se te concedió ese don?, no recuerdo que Odín te haya dado algo así

-Quizá es un regalo de mi Dios cristiano

-Pues tu Dios cristiano va a hacer que nos maten

-Correré el riesgo, como su santo patrón no puedo permitirme el lujo de fallarle

-¿Fallarle?, que yo sepa no eres ningún santo, hace casi dos mil años que te lo impedí. Escucha Aqueas, tu deber es en navidad.

-Lo sé, pero la única razón que hago estas cosas es para que la gente tenga algo que creer, en este caso en mí. Es mejor que crean que los santos existen en lugar de dejarse llevar por ideas materialistas y líderes mesiánicos, ¿qué crees tú que fue el origen de estas dos guerras?

-Vaya, no me digas que también serías capaz de salvar a los judíos, gitanos y enfermos mentales de sufrir a manos de los nazis.

-Lo haría si tan sólo creyeran en mí

Al oír esto, Alberic calló para fortuna mía; prefería lidiar con el cañón de una Kalashnikov que ser acribillado por sus inquisidoras preguntas. Poco a poco descendí en picada hasta la ciudad de Bari, o lo poco que quedaba de ella luego de tantos bombardeos.

Descendimos lentamente en picada, apoyados en la magia de los renos. Para fortuna nuestra no estaba pasando nada en ese momento, limitándonos solamente a ver edificios en ruinas, sin azoteas y una que otra bolas de humo negro que se expandía poco a poco hasta difuminar su contenido; dejando una estela de neblina oscura que al contacto con la piel hacía sentir calor intenso, además que dificultaba respirar. Si tuviera que describir a la ciudad desde arriba, parecía un cementerio en ruinas, con criptas abiertas, vacías y un silencio sepulcral. A medida que descendíamos la humareda se hacía más densa, pero nada como la caliente nariz de Rodolfo para desintegrar aquellas incómodas partículas.

Aterrizamos frente a lo que parecía ser un edificio de varias plantas, que parecía completo en el exterior pero no con la azotea destruida y sus ventanas rotas. Luego de aterrizar el trineo con renos, deje mi sombrero de charro en el asiento, tome mi típico sombrero rojo con mota y franja de fieltro blanco para complementar mi traje; me baje de allí y me acerque a la entrada, que tenía su puerta hecha pedazos. Justo cuando iba a entrar Alberic, que se quedo para cuidar el trineo, me hizo la siguiente pregunta.

-¿Por qué no usas la magia para hacerte invisible?, algún soldado te podría ver

-Si lo hago, el niño no me podrá ver y no sabrá que soy San Nicolás o lo que crea que soy.

-Entonces rézale a tu Dios cristiano que te proteja.

Asentí con la cabeza, le esparcí polvo mágico para hacerlo a él y al resto del trineo invisible, hice la señal de la cruz y me dispuse a entrar. Entre el lo que parecía ser una especie de recepción, pero el mostrador con el timbre estaban cubiertos de polvo y escombros; los muebles estaban hechos pedazos, con una que otra pata de silla regada por el piso y los colchones carcomidos, como si una gigantesca termita los hubiera usado de bocadillo.

Justo al dar unos cuantos pasos, me tropecé con una muñeca defectuosa. Al verla ante mis ojos me di cuenta que era una de las tantas que habíamos hecho en el taller, sólo que a esta le faltaba un ojo, la ropa estaba hecha harapos, la costura cubierta de polvo; le quedaba muy poco pelo y por un agujero del extremo se le salía su relleno de lana. Ella, que alguna vez fue una hermosa muñeca de lana, se convirtió en víctima de la guerra y hubiera roto en llanto si no hubiera tenido en cuenta que tenía que ser sigiloso para encontrar al niño. Esa es la razón por la que nunca hago juguetes de guerra.

Era inútil caminar hacia arriba, ya no quedaba piso ni escalera por donde pasar, así que llegue a la conclusión de que si alguien se refugió aquí debió haber sido en el sótano. Ayudado por la magia, busque exhaustivamente hasta que encontré la puerta que me llevo escaleras abajo.

Me encontré perdido en un laberinto de cajas con unas palabras escritas en alemán de letra imprenta, todas repletas de municiones. Estaba bastante estrecho, afortunadamente yo tenía bastante entrenamiento subiendo y bajando chimeneas llenas de hollín. Era tal la penumbra que me sentía como pájaro en una cueva.

Poco antes de llegar al centro de aquel laberinto, tuve una visión que me helo la sangre: eran un grupo de soldados alemanes. Aunque sus ropas mostraban las marcas de las batallas y sus rostros reflejaban el estrés del combate, todavía tenían suficiente dignidad para luchar. Se estaban preparando para un último combate y yo sabía que si descubrían mi presencia no llegaría a ver la navidad. Suerte para mí que pude ocultar mi voluminoso cuerpo detrás de un grupo de cajas ordenadas de forma rectangular. 
 
Desde hace siglos Bari era reconocida como la última tumba de San Nicolás, pues mis supuestos restos fueron trasladados allí luego de la conquista musulmana de Asia Menor, en donde se encontraba mi anterior tumba en la iglesia de Myra, con la supuesta intención era protegerlos del sacrilegio de los infieles. No era difícil para mí imaginar que si yo moría en ese momento entonces sí me enterrarían allí.

Así que decidí sacar de mis alforjas mi mejor arma, una flauta de Pan, un instrumento de viento conformado por varios tubos huecos. Sin embargo, este tenía una diferencia, era una flauta mágica. Los duendes me la habían regalado en uno de mis tantos cumpleaños, con el fin de usarla en caso tal de que me sorprendiera con un infante o algún padre de familia que estuviera despierto en la Nochebuena, así pensarían que el haberme descubierto sería simplemente un agradable sueño y yo podría cumplir con mi trabajo. Nunca llegué a imaginar que también llegaría el momento en que me podría salvar la vida y daba gracias a Cristo que en ese momento la tenía.

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